Ayer fue uno de esos días mágicos, que aunque rodeados por
el Todo caótico, se convirtió en un paréntesis del tiempo.
No tuve que salir de los límites de tiquicia. Es más, fue en
el centro de San José. Y no, nada grandioso sucedió. Era un día como
todos, que además de gris estaba cruzado por plazos y juicios y futuros
inciertos, que en la angustia que me es propia, se convierten en hechos aún más
reales que el ahora.
Ayer decidí caminar. Decidí caminar a pesar del carro, a
pesar del tiempo, a pesar de la lluvia y a pesar de San José. Decidí caminar
sobre todo a pesar de mí.
Fue un acto de libertad. Y caminé desde el INS hasta un café
pasada la Alianza Francesa. Llovía y no me importaba. Sentía el agua en los pies
anegada, en la cara y chocando contra mis lentes. Entonces la lluvia se
escurría ante mi mirada como si caminara
pegando la nariz a una ventana. Como antes, como cuando era niña y poseía el
tiempo, y daba lo mismo mirar una mosca volar entre el marquiset y el vidrio y
respirar sobre el vidrio y ver tras el vidrio llover.
Caminé despacio como pocas veces, no andaba tacones altos.
Los zapatos planos me permitían mecerme con toda la propiedad posible entre adoquines mal puestos, huecos en las aceras y cordones del caño
resquebrajados. Anduve como si hiciera equilibrio. Las lluvias, los Otros y la
inseguridad ciudadana no me estorbaron. Tampoco las bolsas de basura que yacían
yertas en las esquinas repletas de gotitas de agua. Hice equilibrio por la
cuerda floja de esas calles en una tarde lluviosa de San José.
Cruzando la calle me topé con la mirada de la Viejita que siempre ha estado en una esquina con un pañuelo anudado a la cabeza y con tres perros. Siempre
la veo, pero hasta ayer le dije “buenas tardes”. Me sonrió con sus encías. La
miré fijo para memorizar esa sonrisa. La próxima vez que la vea y yo esté teñida de prisa será diferente, ya nos conocimos más, ya nos sonreímos. Ya no somos extrañas.
Pasé por sodas y bares. Cada uno olía diferente, como si las personas que entran dejaran un rastro de su esencia. Cada aroma y cada historia se convertían en una única, dentro de recintos que más allá de comidas venden "paradas de vida". Pequeñas estaciones que llaman mesas, sobre las cuales se posan pensamientos, y sueños entre comidas. Algunos minutos de paz, otros tantos de prisa, soledad o compañía. Paradas de vida, esperando el destino y el momento para llegar a algún otro lado. A pesar de la "evolución" seguimos siendo nómadas.
Llegué a un
café y me tomé un café. Simple. Me tomé el tiempo de sorber y escuchar la lluvia. Y de observar. Tras la ventana pasaban las personas, bajo el techo me sentía abrigada y dentro de mí se colaba la paz.
Y nada. Me fui caminando de vuelta y bajo el agua.
Ayer planté mi
bandera entre el caos y la angustia. Gané libertad que tal vez hoy volví a perder, no importa, atesoro el momento. Ayer no se me escurrió el tiempo entre los
dedos, ayer logré soplarlo para que subiera por el cielo hasta que ya no
pudiera verlo más. Y justo en ese momento, dejé de escuchar por un segundo "tic tac".
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