miércoles, 8 de julio de 2015

El caballero de armadura pulida

Y salí de La Institución hastiada, sentía que había perdido toda la mañana. 
Y mientras apresuraba mi escape de aquella torcida realidad, me esperaba a la entrada un guachimán. Escuché cuando le dijo al guarda de seguridad "Es ella, ella es la señora."
Dudosa por lo de "señora" miré a mi alrededor y me di cuenta que en definitiva era conmigo, pues en aquella escena sólo estábamos el guachimán, el guardia de seguridad, la calle, una señal de alto y yo. Alisté unas monedas.
-Buenos días señora, -me dijo elegante- tengo que hablar con usted de algo muy serio.
Sonreí como si se tratara de una broma, pero me clavó su mirada color azul Volcán Poás. Se me desencajó la cara con la rapidez de un mareo. Él, perspicaz, repuso inmediatamente:
-Pero no se preocupe, todo va a estar bien. Mi nombre es Alberto.
Y comenzó a caminar. No volvió a ver hacia atrás pues asumió que yo lo seguiría. Y así fue. Cruzamos la calle para terminar frente a mi vehículo aparcado a la orilla de la carretera. Volví a ver a don Alberto el Guachimán, era claro que quería su pago y para ello mostraba toda su caballerosidad escoltándome hasta mi vehículo. Pero en vez de recibir sus monedas  Don Alberto el Guachimán dio dos pasos hacia atrás, se erigió elegante, estiró su cuello e insufló su pecho, con voz grave y los brazos señalando mi vehículo dijo lleno de extraño convencimiento:
-Y dígame señora, ¿qué ve?
-¿Que qué veo? ¡¿Que qué veo?! Diay, ¡que mi carro no tiene búmper!
-Así es -replicó casi contento. - Pero no se preocupe, venga.
Claro, y cómo me iba a preocupar, cómo iba yo a tener esa aberrante idea de preocuparme. Si acaso ese diciembre que se acercaba a pasos agigantados no traería consigo las obligaciones de aguinaldos, marchamos, impuestos, cuestas de eneros, regalos para los clientes corporativos, regalos para los clientes amigos, y regalos para todos los no amigos, pues una verdadera amistad no aceptaría en diciembre ni una cajeta. Qué era un búmper más o un búmper menos en la vida de aquel mes ingrato.
Y siguió caminando, y yo lo seguí. Admito que en algún momento pensé que iba camino a mi rapto seguro. Pero también consideré la mágica posibilidad de que don Alberto el Guachimán tuviera guardado entre las hendijas de la calle y la acera mi búmper, y que ahora estuviera esperando el pago por su rescate.
Caminó unos setenta y cinco metros hasta llegar a una casa. Era una casa vieja, de antes, de verjas verdes, de esas que solían ostentar lujo pero que ahora estaba más que perdida en esa locación. En esa cuadra ya no habían recuerdos, y por ello no había espacio para casas viejas y jardines. En algún momento la improvisación criolla creyó crear oficentros solamente con colgar cerca de las puertas una placa de cobre que dijera "licenciado". Y así se perdieron las memorias de hogar en aquellas aceras.
Don Alberto el Guachimán tocó el timbre, yo me asomé por las verjas verdes y apareció como una madona rolliza La Secretaria, sonriente y musical, y sin mucho preámbulo le preguntó a don Albero el Guachimán:
-¿Entonces ella es la señora? - Y sin esperar respuesta me miró sonriente y me dijo - ¿Cómo está señora? Pase, la estábamos esperando, ya tenemos listo café.
Y claro, era lo más normal que me estuvieran esperando con café incluido en aquella casa de antes de verjas verdes a mí: la desconocida señora. No había nada de qué extrañarse, y mientras pensaba en eso, estaba yo portones adentro, y don Alberto el Guachimán no estaba más conmigo. Me dio algo de ansiedad de separación, pero seguí el olor del café. Y mientras pensaba que ya era suficiente eso de "señora" (yo sabía que no me estaba haciendo más joven y que en definitiva cada día era más una señora, pero no era deshonesto admitir que apenas me estaba acostumbrada a ser llamada por esa palabra y que la verdad nunca me habían dicho tantas veces señora en un día, como en aquel día) me iba adentrando en el tiempo sobre ancestrales pisos de terrazo.
Cuando me senté en la silla (ya me estaba tomando la taza de café) me percaté que había en aquel lugar al menos cuatro máquinas de escribir. Claro que consideré también la posibilidad de que esa bebida tuviera alguna sustancia enervante y que finalmente se diera mi rapto, pero me atraparon más los recuerdos, a pesar de haber creído que aquellas casas ya no tenían memorias. Y mientas saboreaba mi café (realmente ya no me importaba si tenía o no sustancias enervantes) pensaba más bien en los ritmos de la máquina de escribir. Aunque inicialmente yo solamente esperaba encontrar en alguna hendija entre la calle y la acera mi búmper, terminé (no sabía si mis días) caminando sobre terrazo de antes dentro de una casa de verjas verdes en una cuadra sin memoria (ahora ya no tenía más café). Miré a mi alrededor nuevamente las cuatro máquinas de escribir. Me acordé de su sonido, de su ritmo en realidad, y me remontó a la niñez. Casi lo cantaba: pica pica pica pica, se detiene (y recuerdo el dedo meñique de mi madre picando el tabulador) el radex hacía su magia blanca, y pica pica pica, matraca,  palanca para rotar el rodillo, fuera hoja, rodillo rodillo, espaciador, palanca de carro libre,tac, pica pica y va de nuevo. Parece que fue ayer, pero no, fue hace muchos años, antes de que me empezaran a llamar señora. Lo curioso es que me siento tan joven, pienso si se sentirá una igual con unos setenta años.
El piso de terrazo tiene una belleza olvidada.
Y apareció ante mis ojos un Señor de Antes, alto, enjuto y muy elegante. Se me acercó con una amplia y serena sonrisa. Yo puse la tacita de café en la mesa por aquello de tener que salir corriendo.
-Buenos días señora.
-Buenas- murmuré.
-Necesito disculparme, yo tuve un accidente y le arranqué su búmper. Pero no se preocupe.
Está bien, pensé, acepto me rindo, ya no voy a preocuparme. Apareció ante mí la Secretaria, sonriente, vasta y dulce, con una hoja impresa (en computadora claro está). Habló elegante él:
-Acá tenemos un borrador del documento en el cual manifiesto los hechos, me hago responsable, y me obligo al pago de los daños. La estábamos esperando porque necesitamos sus datos. (Pica pica pica, palanca para rotar rodillo, espaciador, carro libre, pica pica). Yo no sé por qué, pero comencé a sentir  ganas de sonreír y de llorar.
Se sentó frente a mí el Señor de Antes, se sentó enjuto y con tanto garbo. Cruzó su pierna y con sus dedos rápidos levantó la tela de su pantalón desde la rodilla para poder cruzarla. Tenía los zapatos lustrados y unas medias de seda. Yo no lograba escuchar muy bien lo que me decía por culpa de mis ojos llenos de lágrimas, pero sonaba como máquina de escribir, con ritmo en sus palabras que me remontaban a las almohadas de la memoria. Leí el documento, pero no era importante. En ese instante sentía que podía firmar lo que fuera. Estaba feliz porque sentí que podía confiar. Confiar, sabía que no necesitaba ni firmas, ni declaraciones, ni papel, sentí la libertad de creer en alguien que era un completo desconocido, y tenía la certeza que todo iba a estar bien.
Tras un rato se levantó y salió.
Regresó alto y enjuto con el búmper en sus brazos. Parecía que llevaba una lanza, que sin darse cuenta y ante mis ojos, rasgó la tela curtida de la realidad y me permitió ver más allá de los desencantos.
Y ahí estaba yo en aquella mañana de noviembre, el día en que la Vida me tocó el hombro y me regaló un paréntesis de tiempo, para permitirme conocer a mi quijote personal y a un sancho panza con ojos azul Volcán Poás.
Gratitud.

La Nada



Ayer fue uno de esos días mágicos, que aunque rodeados por el Todo caótico, se convirtió en un paréntesis del tiempo.

No tuve que salir de los límites de tiquicia. Es más, fue en el centro de San José. Y no, nada grandioso sucedió. Era un día como todos, que además de gris estaba cruzado por plazos y juicios y futuros inciertos, que en la angustia que me es propia, se convierten en hechos aún más reales que el ahora.

Ayer decidí caminar. Decidí caminar a pesar del carro, a pesar del tiempo, a pesar de la lluvia y a pesar de San José. Decidí caminar sobre todo a pesar de mí.

Fue un acto de libertad. Y caminé desde el INS hasta un café pasada la Alianza Francesa. Llovía y no me importaba. Sentía el agua en los pies anegada, en la cara y chocando contra mis lentes. Entonces la lluvia se escurría ante  mi mirada como si caminara pegando la nariz a una ventana. Como antes, como cuando era niña y poseía el tiempo, y daba lo mismo mirar una mosca volar entre el marquiset y el vidrio y respirar sobre el vidrio y ver tras el vidrio llover.

Caminé despacio como pocas veces, no andaba tacones altos. Los zapatos planos me permitían mecerme con toda la propiedad posible entre adoquines mal puestos, huecos en las aceras y cordones del caño resquebrajados. Anduve como si hiciera equilibrio. Las lluvias, los Otros y la inseguridad ciudadana no me estorbaron. Tampoco las bolsas de basura que yacían yertas en las esquinas repletas de gotitas de agua. Hice equilibrio por la cuerda floja de esas calles en una tarde lluviosa de San José.

Cruzando la calle me topé con la mirada de la Viejita que siempre ha estado en una esquina con un pañuelo anudado a la cabeza y con tres perros. Siempre la veo, pero hasta ayer le dije “buenas tardes”. Me sonrió con sus encías. La miré fijo para memorizar esa sonrisa. La próxima vez que la vea y yo esté teñida de prisa será diferente, ya nos conocimos más, ya nos sonreímos. Ya no somos extrañas.

Pasé por sodas y bares. Cada uno olía diferente, como si las personas que entran dejaran un rastro de su esencia. Cada aroma y cada historia se convertían en una única, dentro de recintos que más allá de comidas venden "paradas de vida". Pequeñas estaciones que llaman mesas, sobre las cuales se posan pensamientos, y sueños entre comidas. Algunos minutos de paz, otros tantos de prisa, soledad o compañía. Paradas de vida, esperando el destino y el momento para llegar a algún otro lado. A pesar de la "evolución" seguimos siendo nómadas.

Llegué a un café y me tomé un café. Simple.  Me tomé el tiempo de sorber y escuchar la lluvia. Y de observar. Tras la ventana pasaban las personas, bajo el techo me sentía abrigada y dentro de mí se colaba la paz.

Y nada. Me fui caminando de vuelta y bajo el agua.

Ayer planté mi bandera entre el caos y la angustia. Gané libertad que tal vez hoy volví a perder, no importa, atesoro el momento. Ayer no se me escurrió el tiempo entre los dedos, ayer  logré soplarlo para que subiera por el cielo hasta que ya no pudiera verlo más. Y justo en ese momento, dejé de escuchar por un segundo "tic tac".