viernes, 12 de agosto de 2011

Luto


Mientras mi espíritu vuela,
Mis alas reposan sobre clavos.



...
PD: ¡que viva la marcha de las putas!

domingo, 1 de mayo de 2011

Tango

Tango. Abrí mis brazos ante tu pecho inminente. Tomaste mis manos.

La sombra hirsuta de tu faz se clavó entre mi ritmo. Y el suave respirar de tu boca se robó mi voluntad.

Sobre tu pecho me dejé ir. Entre tus piernas comencé a bailar.

Enjuta piel. Fuertes brazos. Olías a día y a noche. Y en la cueva de tus manos el calor fundió mi cuerpo entre tu ritmo.

Tango, más!

viernes, 22 de abril de 2011

En el vergel


Cuando era chiquilla y mi tío era sacristán de la iglesia del Padre Pipo, yo tenía una costurera.

Ella vivía a unas cuadras de la Iglesia de Barrio Luján. Se llamaba doña Ana. Tenía los dedos como bolillos de tambor y aliento a muerte. Era buena.

Cada vez que íbamos después de misa, mi mamá y yo cantábamos: “Doña Ana no está aquí, anda en su vergel, abriendo la rosa y cerrando el clavel…”. Mami, por qué se tiene que cerrar el clavel.

En ese par de cuadras durante ese espacio de mi vida, siempre hubo un lote baldío, y una casa con un pretil lleno de “Coronas de Cristo”. “No toque que se espina, no le quite la flor que esa lechilla es veneno”. Yo me espinaba mientras me imaginaba al niñito Dios coronado con veneno.

En el lote baldío y desde lejos imaginaba tesoros: botellas de Milory que brillaban al sol, zapatos sin pie, bolsitas vacías de bolis, envoltorios de banderines con esos colores tan vivos, y lapiceros kilométrico sin tinta. Tanto vi ese día que me caí, y el resto de la cuadra y media sólo tuve ojos para ver la sangre que chorreaba de mi codo, y las piedritas que se quedaron incrustadas en él. Doña Ana me limpio con “mentiolei”.

Decía mi tío en esa época en que era sacristán: Vieja bruja. Yo no entendía. Y cada vez que entraba a esa casa de largo zaguán y una ventana, me fijaba detrás de la puerta buscando la escoba. Solamente la vi una vez, cuando quebré el vaso de limonada que me estaba tomando en la sala.

Pero ese día la escoba sólo barrió.

Vivían en esa casa, además de doña Ana, tres gatos y un hijo loco –eso decía mi tío-, al cual sólo tuve la oportunidad de conocerle un ojo. El ojo que asomaba por un hueco de la puerta cada vez que alguien llegaba. Mami se hacía la que no lo notaba, entonces yo también.

Tres gatos, un cíclope, y una costurera. Adónde estaban las rosas, o el clavel. Toda su casa y su piel eran como papel periódico puesto al sol, como ese que se secaba en el lote baldío.

Tengo en mi memoria infante las cicatrices de los alfileres que me punzaban cada vez que me probaba la ropa al revés. Y todavía recuerdo el miedo que sentía cuando me tenía que quitar el vestido y se quedaba pegado en mi cabeza; no podía ver, no podía respirar y el poco aire olía a orines de gatos. Los alfileres me punzaban en el cuello de aquella estancia olvidada, pero sus cabecillas tenían lindos colores tornasol.

Me entalló para mi vestido de Raggedy Ann que debía de usar en la escuela.

Fui un par de veces más de la mano de mi abuelo. Mi mamá decía que mi abuelo tenía las manos repletas de melancolía.

Mi abuelo me dio la mano, vi los mapas lechosos y le pregunté: Qué es melancolía. Y él me contestó: Es una gran tristeza.

Entonces iba donde doña Ana de la mano tristísima de mi abuelo, buscando en el camino la corona de espinas de Cristo –de la cual el padre Pipo habló en la misa en la que mi tío era sacristán.-

Sin mi mamá sólo musitaba la palabra vergel – ¿qué significaba?- Buscaba la escoba detrás de la puerta, y al cíclope en la pared. Nunca más tomé limonada. Y la casa cada vez más olía a gato, a polvo y a muertos.

Me dio varicela, nunca usé mi vestido, y mi tío renunció a los hábitos (mi abuelo se murió de tristeza, pero esto fue muchos años después).

Un día mi mamá dijo como si nada “se murió doña Ana”. Morirse, ¿qué es eso? ¿Y el cíclope? ¿Y los gatos?

-Mami ¿y el esposo de doña Ana? – No sé, nunca tuvo.

Hoy me encontré el vestido. No lo pude botar.

domingo, 17 de abril de 2011

Receta de miel de chiverre


Receta de miel de chiverre. 1. Se va al mercado. Sí, al costado oeste del banco negro -que ya no es negro sino plateado con líneas azules y rojas-. No, nadie la asalta a una en el mercado. Eso es una ficción del síndrome de inseguridad ciudadana que padecemos. Se va al mercado para comprar el chiverre. 1. (bis) En el mercado se compra el chiverre. En el alambicado de calles y avenidas dentro del mercado se buscan las hojas de higo. Higo. Ese nombre sabe en las encías de tan dulce que es. Y se pregunta una: "Tengo en mis manos las hojas de higo, y en mi recuerdo el sabor en las encías; pero cuántas gentes pueden decir hoy en día: -Ah, eso es un árbol de higos.-" Luego pensé: "Yo sí, en mi patio había un árbol de higos, y llegaban las viudas a comer." Y se pregunta una cuántas viudas ve una al día; bueno pero viudas azules y emplumadas. Aunque las viudas sin plumas se pueden poner grises de tanta tristeza, y según la luz se pueden ver azuladas. Pero bueno, de vuelta al mercado. En el mercado se compra el chiverre, las hojas de higo, las semillas de tamarindo. 2. Se sale del mercado haciendo bastante fuerza para que no ruede el chiverre por el boulevard, la acera, o la calle. Se cruza el costado oeste del banco negro que no es negro, y se aguza bien la vista para no chocar con transeúntes despistados que se atraviesan, o que no conocen las reglas más básicas del ser peatón. Se tiene sumo cuidado en no doblarse un tobillo en algún hueco de la acera o la calle, o de caer al caño. Se respira bien hondo y se hace más fuerza, se aferra una al chiverre y cruza el costado oeste del banco negro, y ahora sí siente una que la pueden asaltar, pero es que si algún hijo de puta me asalta le reviento el chiverre en la cabeza. Se aferra una al chiverre y se llega a la avenida segunda para tomar un taxi -porque es una locura ir a San José en carro-. Se dispone una a tomar el taxi, pero qué va, no se puede, están los policías de tránsito haciendo partes, y los taxis no paran sobre el costado norte de la avenida segunda. Hay que caminar hasta el parque ese que no sé cómo se llama porque una nunca va a San José -y menos a pie- porque la pueden asaltar- aunque también es una locura ir a San José en carro-. Se aferra una al chiverre, a las hojas de higo, y a las semillas de tamarindo. Se camina sobre el costado sur del banco negro que ya no es negro, capiándose los señores que a la derecha de la acera y frente a los cajeros autmáticos venden CDs quemados, capiándose a la izquierda las ventas ambulantes, y en el medio a los y las chanceras (así hay que decir ahora), y a los peatones que no se dan cuenta que una va cargando un chiverre! Se llega a la esquina porque es lo propio cruzar las calles en las esquinas, y se cruza la avenida segunda con cuidado de no chocar con la horda humana que viene al frente de una, para enrumbarse a la parada de taxis que está en el costado norte de este parque que no recuerdo cómo se llama. 3. Se toma un taxi, el primero en la fila, aunque una quiera tomar el quinto o el sexto porque es un carro más limpio, o un chofer mejor rasurado -qué feos los hombres grasientos-. Pero si una toma un taxi que no es el que sigue, le chiflan y dicen cosas que para qué quiere escuchar una. Se sienta el chiverre sobre los regazos, y se agarra fuerte fuerte el paquetito de semillas de tamarindo y las hojas de higo. Se fija la mirada sobre la maría con la esperanzaque no esté traveseada. 4. Se llega a la casa, y se pagan los diez mil colones que cobró el ladrón del taxi. Se bajan el chiverre, las hojas de higo, las semillas de tamarindo, y esta que escribe la receta. 5. Se coloca el chiverre en una mesa amplia. Se busca un cuchillo con bastante filo. Se lava una las manos. Se toman los puntos uno, uno bis, tres y cuatro que anteceden, y se arremete a cuchilladas contra el chiverre. Se revienta la cáscara del chiverre a punta de cuchilladas, y se mira con la ingenuidad de una niña que le corta el rabo a una lagartija, cómo se empapa de savia el chiverre. Se ve su cáscara rota, heridas con arma blanca, savia que brota, cuchillo en mano. 6. Se precalienta el horno a 250 grados. Se coloca dentro del horno el chiverre herido y húmedo de su caldo. No duda una en pensar si será todo esto una tortura válida para el pobre chiverre, y cómo luego, una osa llamar al producto "miel". Se deja asando el chiverre. 7. Asado el chiverre, caliente e inerte, en cada una de las heridas se hunde nuevamente el cuchillo. Como una polea, la mano empuja hacia abajo para que con la punta del arma se arranque la piel del chiverre. Queda desnudo y blanco el chiverre. 8. Se parte la carne del chiverre... Se hunde el cuchillo nuevamente y se parte en cuatro, y quedan expuestas las vísceras del chiverre, las cuales una debe de sacar. La pulpa suave en las manos, las semillas resbalosas. Se va aniquilando la corporeidad del chiverre. Se lava. 9. Con una piedra bola -de esas que da el río-, se golpean con fuerza los pedazos de chiverre. Pulpa, piel, carne. Hasta que va una deshilachando aquella calabaza que era redonda y grande, y que una llevó sobre los regazos dentro de aquel taxi, y a la cual una se aferró mientras cruzaba el costado oeste y sur del banco negro. 10. Desperdigado el cuerpo de chiverre ante los ojos, se limpia una las lágrimas. Con amor se separan las semillas de la pulpa y piel deshilachada. Se miran las hebras, se califican, y se lanza la carne deshilachada del chiverre a una olla caliente. Se seca una las lágrimas. 11. Se busca la redención, y se trata de endulzar el cuerpo torturado del chiverre -casi como pidiéndole perdón y susurrando "en muerte te llenaré de gozo"-. Se coloca la tapa de dulce, que se puede conseguir en el automercado, si en el alambicado de calles y avenidas del mercado se le olvidó a una comprarla. Una tapa, dos. Una taza de agua. No más. Un paquete de clavos... de clavos de olor, no vaya a ser ahora crucificado en miel nuestro chiverre. Clavos de olor, no de dolor. Canela en astillas, canela quebrada y seca. Las hojas muertas de higo -por eso las viudas se ponen azules de tanta tristeza-. Pero con mucho amor se le da constantemente vuelta al chiverre. Se mezclan todas los torturados ingredientes de la receta con una cuchara de madera. Se da vuelta, y vuelta, se cuida el chiverre. Se vierte vainilla. Se agregan unas cinco o seis semillas de tamarindo, apenas para que no quede demasiado dulce la miel. Es necesario un poco de amargo o de ácido para mantener el balance en esta vida. 12. Se espera que todo se mezcle. El chiverre no debe quedar blanquecino, sino color tapa de dulce, y un poco cristalizado. Se espera que se evapore toda el agua que salió de la fruta del chiverre. Se da más vuelta a la fibra de chiverre. Pueden doler las manos, pero es normal, la cuchara de madera fricciona con la piel. Puede salpicar agua dulce sobre una, pero es normal, así se le quita lo salado al sudor y a las lágrimas. Se deja reposar al chiverre. Descanse en paz. Se sirve, y se engulle la historia de todo un día.